Hay unos gritos clavados en el sombrío protagonista de Primer amor, (Samuel Beckett, 1945), uno de los cuentos tempranos del autor irlandés y vertido en México al monólogo a fines de los años noventa.
Son unos gritos que el personaje no ha podido arrancar de sí.
Y no es que esos gritos lo persigan. Pero lo cierto es que, dada su naturaleza, le van a hacer compañía por un largo tiempo.
Son tres gritos, precisamente tres, los que abren el notable trabajo presentado en Morelia durante la penúltima función del festival de monólogos Teatro a una sola voz, a cargo de una enorme Emoé de la Parra que se deja preñar de entropía y deviene una gangrena viva, latiente, marcada por zarpazos de lúcida ironía sardónica. Así construye a un huraño, huérfano y misógino personaje que, obcecado en un luto infinito por la muerte de su padre, procura encapsularse en una radical indiferencia hacia el mundo (al cual, sin embargo, no deja de observar atenta y agudamente). Pero su voluntad de ermitaño se desgarra con crudeza ante el imprevisto desafío de afrontar la experiencia del amor.
Ha sido una intensa noche dentro del circuito de unipersonales, en especial para quienes han tenido la oportunidad de leer a Beckett y de ponerlo en perspectiva con otras experiencias.
Por lo que a mí atañe, teniendo muy presente el cuento, escucho esos tres primeros gritos en el escenario del teatro La Bodega y asiento con agrio regusto hacia mis adentros, ya que la solución teatral es absolutamente correcta: un grito por aquella Lulú/Ana de parto a solas, en su desamparo de prostituta bizca; otro grito por el bebé que llega al mundo en la más absoluta desolación y el tercero por y para el propio personaje narrador, despojado de padre y de heredad en el mundo, pero también de apegos y del suficiente espíritu para encarar lo que se supone que debe ser un acto de correspondencia hacia Ana.
Casi al mismo tiempo, una parte de la lógica a la que responden esos gritos me despierta un recuerdo. Lo enfoco y me digo que, definitivamente, hay un aura beckettiana en la situación de los timbrazos telefónicos que reclaman a Noodles, desde su remordimiento de amigo leal, en la larga y magistral secuencia de apertura del filme Érase una vez en América (Sergio Leone, 1984). Nunca se me había ocurrido… quizás porque Noodles no es ningún misántropo y porque, a diferencia de varios personajes en la literatura de Beckett, es lo bastante fuerte como para dejarse enloquecer por algún rapto de absoluta lucidez o por la caída de cualquier máscara. La asociación me ha asaltado por su apremiante sabor de reproche puro, de consciencia de sí, de pura urgencia sin destilar.
Lo cierto es que ha tenido que pasar una década para que podamos comulgar en Morelia con una experiencia escénica que le haga justicia al mundo beckettiano. Fue allá por 2001 cuando, en gira nacional, el grupo Línea de sombra trajo a la capital michoacana Galería de moribundos, en la que Jorge Vargas reelaboraba, con un ejercicio de sustracción de extraordinaria fuerza expresiva, prácticamente todo el universo ficcional de don Samuel. Luego, durante la Muestra Nacional de Teatro de 2003, el grupo El Ghetto nos compartió una versión limpia e intensa de Esperando a Godot en el teatro Melchor Ocampo.
Dados los resultados de la noche del jueves, esos diez años de espera desde aquellas dos puestas han valido la pena.
Hay varios aciertos en este trabajo. Citaré sólo unos pocos.
De la Parra caracteriza a su personaje como un vagabundo completamente abandonado de sí mismo: astroso y de hábitos gélidamente repugnantes. Lanzado de la casa paterna por los demás herederos, apenas muerto el progenitor, nuestro personaje se ajusta a la calle como hogar y procura habitar cementerios antes que cuartos o posadas, aunque tiene dinero. Duerme a cielo abierto, observa permanentemente a los demás, los evita y se instala en la banca de cierto prado, hasta la cual lo alcanza su cita confrontadora con el destino.
Lo importante de todo esto es que la caracterización que hace De la Parra cumple con la gran aportación de Beckett a los personajes teatrales y literarios del siglo XX: la del desposeído que deambula por la urbe y observa.
Escribe Rafael Pérez Gay en un viejo ejemplar de la revista Nexos (febrero de 1990): “en esas tramas vive un personaje moderno: el clochard y el flanneur. Este héroe que ha ido poblando las grandes ciudades del fin del milenio será el gran tema de los narradores del nuevo siglo. Y los personajes que Beckett concibió en los años cincuenta, esos cuerpos oscuros hundidos al borde de una carretera, aterrados y desesperados a la vez, solitarios y sin esperanza, serán la referencia inmediata de los intentos del estilo y las aventuras europeas de la prosa”.
Yo sólo confirmo –basta mirar alrededor– que personajes como el de Primer amor abundan en nuestro tiempo y más en la realidad que en la ficción. Por su estado de absoluta desesperanza, claro. También por su extraña y egoísta inercia hacia cuanto observan y desmenuzan desde su mundo interior, empecinados en no abrirse, en no darse y en sucumbir a las zonas más sombrías de su naturaleza.
Pero si vemos el asunto desde otro punto de vista, también podemos confirmar que personajes como los de Beckett no solamente son muy atípicos, sino que cada vez son más escasos.
Me refiero a lo siguiente:
Sin duda, muchos de los personajes de Beckett están locos. Pero hay diferentes modos de enloquecer y distintas formas de locura. Los personajes de Beckett se han vuelto locos porque son videntes. Ven demasiado y eso tiene su precio. Su locura es la consecuencia de una epifanía: el precio por la revelación absoluta del mundo que los rodea y de sí mismos. No es un asunto exclusivo de la mente. ¿Qué más podría hacer un corazón humano, falible, vulnerable y cotidiano, sino ahogarse en sus propias y muchas contradicciones, si tuviera que enfrentarse al terremoto emocional que supondría la imprevista y terrible caída de todas las máscaras?
Esto es lo que pasa con nuestro personaje. Conocerá a una mujer tan abandonada de sí como él y, a pesar de su apego a la soledad, terminará por establecer una relación con ella. No será una relación cómoda en ningún sentido. Ni siquiera habitual, ya que los dos son unos lúmpenes que sobreviven a la orilla de la vida, al margen de códigos o convenciones. Y esa experiencia de relacionarse con alguien, inédita para él, pondrá en conflicto todo lo que él es; lo hará mirarse en lo más profundo y medirse con sus contradicciones.
Ella se lo lleva a su casa y se convierte más en una sirvienta que en una pareja, aunque es evidente que por debajo de indiferencias y frialdades barruntan fuertes sentimientos, como se advierte en el episodio de la flor. Ella se prostituye para sacarlos a los dos adelante (son las líneas más famosas del cuento, ¿no?: “Así que vives de la prostitución”, le dije. “Vivimos de la prostitución”, dijo ella.) Cierto día, Ana termina embarazada y le anuncia que él es el padre.
Obvio: es el momento de ir pensando en poner los pies en polvorosa… El colmo de un misántropo es, precisamente, la posibilidad de construir una familia. Él le pide que aborte; ella se niega. Él se queda en la casa durante toda la preñez, pero sólo por su propia comodidad. Finalmente, durante la noche del alumbramiento, nuestro anti–héroe toma sus pocas pertenencias y se marcha, envuelto por los gritos de esa mujer en trabajo de parto y, poco después, por los del bebé.
Es un momento terrible. No hay sino los gritos y las sombras de esa noche en la que el personaje aspira a perderse, buscando en vano en el firmamento las constelaciones que su padre le había mostrado alguna vez.
Tan lejos del cielo, tan cerca de sí mismo, quebrado por la desquiciante lucidez de comprender perfectamente lo que está haciendo pero incapaz de detenerse, el personaje funda en ese preciso instante el purgatorio que, en adelante, será su nuevo y único hogar: la fragua de donde saldrán esos gritos sin tiempo ni reposo que hemos compartido con él desde el comienzo de la obra.
Lo más estremecedor de todo esto, por lo menos para mí, es que, con Beckett, el destino es elección. Casi al comienzo del cuento (y de la puesta en escena, que por cierto opera desde una bella traducción al español, que en varios pasajes supera en precisión y contundencia a las versiones que me ha tocado leer) el protagonista habla de su placer por los epitafios en los cementerios y confiesa que ya ha pensado el suyo y que lo tiene listo para el día de su muerte. La frase (que anticipa, no sólo lo que este personaje hace o hará, sino más definitivamente lo que el personaje es) reza: “Aquí yace quien tanto escapó / y que sólo ahora escaparse logró”.
Qué noche.